Esa mañana Mussolini amanece algo irritado. No sabe muy bien por qué. El campeonato mundial que, gracias a su influencia diplomática, se celebra en Italia va sobre ruedas. El pueblo está entusiasmado y la azzurra es la gran favorita. En octavos de final se han quitado de en medio a Estados Unidos, metiéndole siete goles. Nada menos que siete. Pero hay algo que no va bien. En cuartos de final, espera España. Tras el primer café, Mussolini llama a uno de sus subordinados. ¿Y las entradas? Todas vendidas, Excelencia. El estadio será una olla a presión para los españoles. Mussolini cuelga. Dirige los destinos de un país al que quiere convertir en imperio. Acostumbrado a que su voluntad sea inapelable, hay algo que no obedece a sus órdenes cuarteleras: el balón. ¿Y si gana España?, se pregunta mientras observa frente al espejo que en su maciza testuz ha brotado una arruga más. Nadie en la bulliciosa Florencia contempla esa posibilidad. Los tenderos despachan, los cafés se apuran, los curas ofician misa y en todas partes late la misma convicción. Italia campeona. Forza Italia. Mientras, en una silenciosa habitación de hotel, Ricardo Zamora ojea la prensa internacional. Los diarios dan como clara favorita a Italia y hablan de él como el principal activo de un equipo, España, que cuenta entre sus virtudes la velocidad de sus atacantes y la elegancia de sus defensas. Un buen equipo, pero al que no se cree capaz de tumbar a los claros dominadores del fútbol mundial y menos en su propio territorio. Zamora abandona su habitación y baja a desayunar con sus compañeros. No hablan mucho. El portero está taciturno. Tiene 33 años, acaba de proclamarse campeón con el Real Madrid y en España ya es un ídolo. Tiene todo el reconocimiento y es uno de los primeros profesionales que se ha hecho rico con el fútbol. Pero sabe que, a su edad, está ante su última oportunidad de hacer algo grande en los torneos internacionales. Él quiere triunfar con España. Zamora levanta la mirada del plato y ve rostros como los de Isidro Lángara. El jugador del Oviedo es un goleador nato, un tío que siempre que recibe encara y cuyos remates son tan potentes que son capaces de doblar las manos de los porteros más solventes. Isidro marcó uno de los tres que le hizo España a Brasil en los octavos de final. Esta tarde le vamos a necesitar, piensa Zamora.
El Duce conoce a Zamora. Todos los aficionados al fútbol le conocen. Como escriben las crónicas de entonces, es junto al checoslovaco Frantisek Planicka, también portero, la estrella del mundial. Y el Duce no se fía. Le gustaría poder intimidar con su retórica pugilística al arquero barcelonés y obligarle a obedecer, a rendirse. Pero no pue
de. Y eso le enerva, así que vuelve a comunicar con la selección italiana y hace llegar un mensaje a jugadores y cuerpo técnico: «La patria espera lo mejor de ustedes. Quedaría muy decepcionada si no hacen gala del impetuoso espíritu que siempre, desde los gloriosos tiempos de las legiones romanas, han mostrado los guerreros itálicos en el campo de batalla. Para tanta decepción no cabría más que un castigo severo». Los jugadores lo entienden bien. Algunos contarían tiempo después que desde el Gobierno se les amenazó veladamente con la muerte si no ganaban el mundial. Camino al estadio, desde el coche oficial, Mussolini percibe el entusiasmo popular. Pero él, terco, no las tiene todas consigo. En los vestuarios, Zamora repite la rutina de sus centenares de partidos de profesional. La panoplia es la de siempre. Guantes, rodilleras, jersey de cuello vuelto, y gorra. Desde la caseta se escuchan los rugidos de las 35.000 almas que llenan el Gioanni Berta de Florencia. ¡¡I-TA-LIA!! En medio del clamor, trata de hacerse escuchar la voz del seleccionador nacional, Amadeo García Salazar. Para ser un médico reconvertido en entrenador, sabe bastante de fútbol. «Ya saben. Jueguen rápido y por banda, no se dejen amilanar, y, sobre todo, olvídense de la grada y del árbitro». Desde arriba, desde el palco, El Duce tuerce el gesto cuando los once muchachos de rojo saltan al campo y el estadio se les cae encima. Hay uno que destaca sobre los demás. Con sus casi 190 centímetros y su imponente figura, la estampa de Zamora escuchando el himno español sobresale. Mussolini le contempla pensativo. Tampoco se fía del artillero Lángara ni del escurridizo interior derecha, Luis Regueiro. No quiere probar ninguno de los canapés que le ofrecen. Los jugadores toman posiciones. Italia despliega a sus estiletes en ataque, Meazza en la mediapunta, para lanzar a talentos como los de Monti o Schiavio. Zamora se coloca bajo su arco. Ignora los insultos de los tifosi y comparte una mirada cómplice con Quincoces, su fiel aliado en la zaga madridista. Jacinto Quincoces es un defensa tan potente como elegante. «El mejor defensa del mundo», para los periodistas de entonces. El árbitro decreta el inicio del partido. En el campo está la todopoderosa Italia. Pero la primera la tiene España, que ha salido de la caseta convencida de sus opciones y jugando su fútbol incisivo y veloz. Iraragorri conecta con Lángara, que, como los buenos pistoleros, desenfunda rápido. De primeras, según le llega, emboca un tiro seco y raso, pegado a la cepa del poste. Combi se estira y a duras penas alcanza a despejar a córner. El Duce se revuel
ve en su asiento. «?Y si gana España?», vuelve a repetirse. Los italianos sienten la ansiedad de ser favoritos y jugar en casa. La Roja, a base de desparpajo, no deja de generar ocasiones. Quizá apremiados por las exigencias del dictador fascista, los jugadores de la Azzurra comienzan a emplearse con intolerable violencia y a desplegar toda clase de malas artes sin que el colegiado suizo Luis Baert se dé por aludido. Así, marrullería mediante, empiezan a dominar, Pero España no se arruga. Cuanto más ruge la grada, más se multiplica Quincoces. Llega a todo. Lo saca todo. Aborta, a veces de modo acrobático otras con sobria velocidad, todas las tentativas atacantes italianas. El Duce se muerde las uñas. Su mal humor va en aumento. Quincoces no flaquea y en las ocasiones en que los hábiles atacantes italianos logran superar la barrera defensiva del doctor Salazar, emerge el portentoso Zamora, sea imponiendo su ley en el juego aéreo o con intervenciones en las que demuestra una elasticidad inverosímil en un gigante de su calibre. España repliega, pero no deja de mirar al arco rival. Quincoces inicia los vertiginosos contragolpes de la Roja, sacando el balón con clase y con maestría. Es un choque entre dos estilos diferentes, pero ambos ambiciosos. La técnica y el toque italianos, frente a la velocidad y la pegada de la Roja. Sólo hay una diferencia. Los azzurri se hinchan a dar patadas impunes. Es un auténtico partidazo. Bajo palos, Zamora sufre por lo que están recibiendo. En el palco, el dictador sigue inquieto. ¿Y si gana España? En una de las muchas tarascadas, la defensa italiana corta violentamente un avance de Iraragorri. Es el minuto 31. La entrada ha sido tan bestial que el árbitro no puede dejar de marcarla. La falta es peligrosa. En la diagonal del área de Combi. Los italianos forman en defensa. Son eficientes en la estrategia y disciplinados en defensa. Su extrema concentración táctica controla todos los factores. Pero todo sistema, por matemático que sea, alberga su entropía. Y la entropía esta e la detonará el hábil y menudo extremo madridista Luis «el corzo» Regueiro. Lángara bota la falta. Pese a que todo el estadio espera un latigazo del temido pistolero asturiano, este bota un centro medido y sutil. La violencia esta vez la pone Regueiro, que empala un zurdazo letal ante el que de nada sirve la estirada de Combi. Es un auténtico golazo. España se adelanta, la grada enmudece. ¿Y Mussolini? Él reprime un grito, golpea el reposabrazos de su asiento. Frunce el mentón y el ceño. «Maldita sea, ¿y si gana España?». Zamora mientras alza los puños. Grita de júbilo. Una vez, no más. Sabe que pronto va a tener trabajo. El gigante italiano no se quedará de brazos cruzados. El portero lo sabe. Y está preparado. Los minutos siguientes son de mucho tajo para el arquero. En diez minutos, el arreón italiano propicia nueve corners. Zamora saca disparos de todos los colores. Algún periodista anota en su agenda el adjetivo con
que en su crónica se calificará la actuación del portero: «inenarrable». El asedio es total. Alrededor del 40, Baert marca una falta junto al área española. El libre directo lo lanza Orsi. El cuero pega en la barrera española, despistando a Zamora, que se ha lanzado en dirección opuesta. Ya batido, Zamora sigue la trayectoria del balón desde el suelo. Fuera, fuera, fuera, empuja Ricardo con el pensamiento. La bola lame el poste. Es córner. Zamora se abandona tendido en un área que tiene más tierra que hierba. Desde el suelo escucha los lamentos del público. España sigue arriba en el marcador. Un imperial Zamora sigue desquiciando a la delantera italiana, que cada vez más recurre a los pelotazos al área. Para disgusto de la hinchada local, que empieza a silbar a sus jugadores. En una de esas, Ciriaco concede otro saque de esquina. Uno más. Zamora vive en tensión permanente. Pero no hay problema. Como los buenos porteros, es un adicto al peligro. Como los artificieros. Italia bota el córner. El balón vuela hacia el área. Esa es mía, piensa el arquero, dueño y señor de su área. Y arrranca la carrera hacia el cuero. Despliega los brazos. Casi la tiene. Quincoces no va, no hace falta. Sabe que cuando su portero sale, sale de verdad. Zamora no es de los que duda. Casi la tiene. Pero de repente, sufre un violento placaje. Alguien salido de no se sabe dónde interrumpe de un topetazo la carrera hacia el balón del portero. Es Schiavio, quien en flagrante falta sobre el titán de la portería española, deja el balón ante los pies de Ferrari, que remacha a placer el empate. Zamora tuerce el gesto. Acuclillado en el césped ve a sus compañeros rodear al colegiado, que hace el paripé y consulta al linier. El portero sabe que no va a rectificar. Son muchos años, muchos partidos, demasiados como para no saber cuándo se está ante un bellaco casero y comprado. Va a dar el gol. De nada sirve protestar. Pero no habrá segundo. Aprieta los puños y vuelve a plantarse bajo palos. No escucha los gritos de una grada a la que le importa un bledo la justicia si su equipo gana. El árbitro dice gol y es gol. Nada más importa. El estadio celebra. El guardameta se juramenta. No habrá segundo. El Duce mira alrededor, satisfecho. Relaja unas manos empapadas de sudor por la tensión y esboza uno de esos gestos histriónicos con los que agitaba a las masas. El primero es el difícil. Ya está abierta la lata, rumia Benito, compartiendo euforia con la multitud. El Giovanni Berta ruge. No habrá segundo. No va haber segundo, se repite una y otra vez Zamora mientras se aprieta las manoplas. En la segunda parte, la Roja sigue exhibiendo la reciedumbre de su defensa y el vertiginoso talento de sus puntas. Italia sigue atacando en vano y a España le anulan un golazo legal a todas luces, obra de Lafuente. Zamora esboza una sonrisa irónica ante el latrocinio arbitral. No habrá segundo gol, vuelve a repetirse en la soledad del arco. Mussolini respira aliviado. Sigue sin verlo claro. Un párrafo de las crónicas de entonces ilustra bien como fue el segundo periodo: «Zamora, en una enorme estirada, manda la pelota a córner, que saca el extremo derecha italiano. Sigue la delantera española jugando a maravilla y empleándose con aquella furia que la hizo famosa». Pero poco a poco, la violencia transalpina va haciendo mella en los muchachos del doctor Salazar y el juego va, cada vez más, volcándose sobre la portería del «divino» Zamora. Con todo, la Roja resiste. Y se llega a la prórroga. El duce no quiere ni mirar. Ese maldito español lo para todo. ¿De qué sirve que el colegiado ayude si questi bastardi no son capaces de batir a un tipo que está visiblemente cansado? Y de nuevo, la misma zozobra, ¿y si gana España? Media hora más de fútbol y emoción. Hay nervios en el estadio. Al poco de comenzar el tiempo extra, Schiavio hace otra de las suyas. Corre tras un pase en profundidad. Zamora, con una autoridad que resiste a la fatiga se anticipa y se hace con el cuero, pero el atacante boloñés deja los tacos y se los clava al portero en... ¡el ojo! El madridista queda tendido en el suelo. Le duele. Sangra. Está aturdido. No sabe bien lo que ha ocurrido, pero se aferra al cuero. No lo suelta ni mientras le limpian la sangre los galenos. No habrá segundo. El meta se yergue trabajosamente ante la perplejidad general. De entre el graderío brota algún aplauso aislado. A Mussolini la cólera está punto de hacerle estallar las venas de la sien. Más aún cuando se señala el final del partido y este queda en tablas. Con los jugadores aterrados despidiendo al público realizando el saludo fascista en el centro del campo, el Duce abandona precipitadamente el palco. El resto de la historia ya es eso, historia. Al poco de terminar el choque, un Zamora dolorido atendía a los periodistas desde el hotel: "Nos
han birlado el partido. Lo más indignante de todo han sido los dos goals, el que les han regalado a ellos y el que nos han anulado a nosotros. Ellos se han empleado con una dureza extrordinaria. Todos tenemos alguna caricia. Yo tengo una patada en la ceja, pero podré jugar". El arquero, todo coraje, se equivocaba. Tan sólo 24 horas después se disputaría el partido de desempate. El parte de guerra del día anterior fue tan ominoso que sólo cuatro de los once titulares españoles pudieron formar de inicio en el desempate. Zamora se quedó fuera. Sólo así, y con la ayuda de un trencilla al que un mes después inhabilitarían a perpetuidad por su canalla arbitraje, pudo la todopoderosa Italia doblegar a aquella España de gallardía y talento. Mussolini nunca olvidaría a Ricardo Zamora. El fútbol, tampoco.
Fuente: Guillermo D. Olmo
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